Hace casi
diez años –febrero de 2012–, Patrick Lepetit publicaba Le surréalisme.
Parcours souterraine, uno de cuyos capítulos, el dedicado al surrealismo y
el mundo celta, ha desarrollado ahora, admirablemente, en La tête d’Ogmius.
Surréalisme et mythes celtiques.
De nuevo
Patrick Lepetit estudia todo el surrealismo, de sus orígenes y
antecedentes al momento presente, y de nuevo nos da una aportación sólida y muy
documentada a la materia fascinante que ha tratado con un encomiable entusiasmo sostenido.
Este trabajo
de envergadura total está dedicado a Suzel Anya y a la memoria de Jean-Claude
Charbonel, de cuyos “armorígenes” nos ocupamos más de una vez en Surrealismo
Internacional (tuve además la fortuna de intercambiar algunas cartas con este
fabuloso artista).
A la cabeza
una cita de André Breton, perteneciente a las mironianas Constelaciones,
exactamente a la titulada “Cifras y constelaciones enamoradas de una mujer”:
“La tête d’Ogmius coiffée du sanglier sonne toujours aussi clair par l’ondée
d’orage”, siendo Ogmius un dios galo e irlandés de la elocuencia y guía de los
muertos, descubierto por Breton en las monedas galas que había exhumado
Lancelot Lengyel. De los epígrafes con que engalana la obra, destaco este,
estupendo, definitivo, de Pierre Peuchmard: “Soy materialista, sí. De la
materia de Bretaña, por ejemplo”.
En el
“liminar”, Patrick Lepetit opta por un pasaje de La diosa blanca de
Robert Graves, una obra que yo leí hace muchos años por sugerencia de Raúl
Henao. Temática: la degradación de la poesía en el mundo “civilizado”, que es
la antípoda del mundo de la materia amada por Peuchmaurd.
En la
introducción, nuestro ensayista avizora la geopoética de Kenneth White, la obra
de Ithel Colquhoun, la labor de Markale y Lengyel, pero a estos nombres se
suman en el primer capítulo los de infinidad de surrealistas o de figuras
conectadas al surrealismo. A saber: Pierre Roy, Jacques Viot, Camille Bryen,
Yves Tanguy, Jacques Baron, Pierre de Massot, Robert Desnos, Pierre Alechinsky,
Julien Gracq, Alice Rahon, Georges Hugnet, Georges Limbour, J.-F. Chabrun ,
Charles Estienne, Yves Laloy, Yahne Le Toumelin, Yves Elléouët, Leonora
Carrington, André Breton, Adrien Dax, Charles Estienne, Toyen, Krizek, Artaud,
Dotremont, Leiris, Penrose, Eileen Agar, Granell, John Welson y los
surrealistas actuales del País de Gales y Jacques Lacomblez. Algunos nombres
permiten aproximaciones a figuras situadas fuera del movimiento surrealista,
como Elléouët a Joyce, Dylan Thomas y Beckett, Leonora a Yeats o Artaud a
Synge. La menos legítima es a mi juicio la de Joyce, cuyo rechazo por parte de
la generalidad del surrealismo es mucho más importante que el interés de alguno
que otro (me permito volver al iconoclasta Gombrowicz: “Libros como La
muerte de Virgilio o el célebre Ulises son imposibles de leer, por
ser demasiado artísticos. Todo en ellos es perfecto, profundo,
grandioso, elevado, pero no retiene nuestro interés, porque sus autores no los
escribieron para nosotros, sino para su dios del arte”; yo lo leí cuando vivía
en una pensión de la Plaza Real de Barcelona, invierno de 1974, y me produjo
ese tipo de admiración estéril: jamás volví a leerlo, a diferencia de tantos
otros libros, y muchos de ellos carentes del mínimo empaque).
Yves Elléouët, Menir, 1966 |
No seguiré
deteniéndome en La tête d’Ogmius porque aún no inicié la lectura de los
capítulos en que se ocupa de figuras específicas: Julien Gracq, Leonora
Carrington y la búsqueda del Grial; Stanislas Rodanski y el mito de Tristán e
Isolda; André Breton, Yves Tanguy y el mundo sumergido; Ithell Colquhoun y la
diosa de los inicios; y Elléouët, Estienne, Fourré y La leyenda de los
muertos. Todo un suculento menú, en
páginas que sin duda serán a partir de ahora un referente para cada uno de
estos autores en su relación con esta temática clave para muchos de los vasos
comunicantes entre surrealismo y mundo celta.
Extrañaba el
nombre de Roger Renaud, quien en sus artículos tremendos del Bulletin de
Liaison Surréaliste, exaltaba la cultura celta contra Roma a la vez que la
cultura amerindia. Pero asomándome prematuramente a las páginas de la
“Conclusión”, veo que aparece con todos los honores.
Este libro
no tiene otro defecto que carecer de ilustraciones, exceptuada la de John
Welson (Paisaje celta, de 2014) en portada. Ha recibido la Beca Sarane
Alexandrian de creación de vanguardia, y lo que yo puedo garantizar plenamente
es que Sarane Alexandrian habría exultado de alegría con él.
*
Patrick
Lepetit se pasa los meses de marzo en el semáforo de Creac’h de la isla bretona
de Ouessant. No es de extrañar que lance al mundo libros tan apasionantes. En
marcha ya está otro titulado La saliva de la luna. Surrealismo y alquimia,
una monografía sobre Odile Cohen-Abbas y una recopilación de poemas. Aquí
tenemos una foto del faro aledaño y al poeta y ensayista a bordo del fabuloso
semáforo marino:
*
Uno de los
libros que ha manejado Patrick Lepetit es el de Yves Vadé Pour un tombeau de
Merlin, donde veo que se trata del surrealismo y de André Breton en
particular. Vadé es autor de una de las obras fundamentales para los cursos de
Romanticismo que antaño yo impartía: L’enchantement littéraire. Écriture et
magie de Chauteaubriand à Rimbaud, por lo que espero hablar próximamente de
esta otra cuya existencia yo no conocía.
Ahora en
cambio recuerdo esta maravilla de Jean Markale, uno de mis libros favoritos:
Recordemos también que en 2015 se publicó ya un interesante librito sobre el surrealismo y la Bretaña.
*
Tras
escribir la nota de Patrick Lepetit en el semáforo de Creacc’h, a las tres de
la mañana me despierto con un sueño singular. Estos suelen referirse a Foz-Tua,
uno de los antiguos cruces de trenes a orillas del Duero portugués, hace años
desactivado, y que son los únicos que transcribo para guardármelos, dada la
transfiguración que el sueño opera sobre el rincón quizás más mítico y entrañado de mi vida. Esta
vez el espacio es otro, y lo que puedo referir aquí, como es usual, solo da una
pálida imagen del esplendor del sueño. Llevo años queriendo encontrar una buena
casa cerca del mar, para irme de una ciudad execrable, fría y fea, a donde vine
a parar por quedarme cerca del trabajo y haber encontrado una buena casa que me
alquilaban unos conocidos sin contrato, o sea solo de palabra, que es lo que a mí
me gusta. Llego con unos amigos que me traen en coche a una casa cercana al
océano, sin que para nada sea Canarias: probablemente se trate de Portugal, con
algo de la diminuta aldea del Baleal, a la que solo se accede en la marea baja
por una lengua de arena. Pero aquí solo hay dos casas, terreras, y delante de
ellas, tras unas pequeñas dunas, un poco de arena y un mar tormentoso, que es
imposible no se haya ya zampado las casas. La que alquilan parece tener
solo dos habitaciones, pero enormes. La dueña se disculpa de que no haya casi
nada, porque la ha ido despojando para el alquiler. Delante, unas ventanas
angostas no dejan entrar mucha luz. El alquiler es bajo porque el autobús solo
pasa a kilómetro y medio. En la casa de al lado vive un pintor ciego llamado
Bruno Montpied, y yo con alguna vanidad les digo que ya lo conozco (la única persona que reconozco entre quienes me acompañan es Nilo Palenzuela, un amigo canario muy fino crítico de arte). Los cuartos
están abiertos, también muy grandes, y sobre unos tableros hay muchas de sus
obras. Solo al recordar el sueño me daré cuenta de que no son otra cosa que
cuadros de Scottie Wilson, tras habérseme parecido a los de John Welson, uno de
los artistas invocados por Lepetit (al buscar una ilustración de Scottie Wilson para cerrar este artículo, pienso que los lienzos sobre los grandes tableros eran como ¡una fusión del arte de Wilson y Welson!).
Meses después, he alquilado la casa y arreglado el ventanal, por el que ahora se inundan los cuartos de luz. Hay otros conmigo, incluso niños, como si tuviera una familia, algo que nunca he tenido, ni querido ni quiero tener. La visión me recuerda las pinturas de algunas cubiertas de los Moody Blues realizadas por Phil Travers, y en especial, desplegando portada y contraportada, la del disco Hopes, wishes and dreams de Ray Thomas, que contenía el bello tema “Migration” y en la que se ven casas junto a un arenal y en medio del mar un velero y... un faro.
(Ya dando una vuelta por los cerros de Úbeda, este Ray Thomas era un cantante enfático y hasta algo cursi, perdido desde que no tenía la protección del genial melotrón de Mike Pinder, la verdadera alma de los Moody Blues, mucho más que el excelente compositor, vocalista y guitarrista que era Justin Hayward; pero en este disco, el tema señalado se elevaba por encima de la medianía.)
Scottie Wilson, Sueño, c. 1930, Gimpel Fils Gallery (Londres) |